¿Por qué?

Después de leer las memorias de Alejandro Llano, un filósofo español, en su libro "Olor A Yerba Seca", redescubrí mis propias memorias, y de alguna manera también desperté de un profundo sueño en el que me había sumido y creo que todos tenemos a veces que volver a "despertar".

Y al oler nuestras propias yerbas secas, recordaremos quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos...

viernes, 13 de noviembre de 2015

La música, los filósofos y la amistad (Parte I)

Tres clases de personas son las que mejor parecen captar el valor de la amistad: los filósofos, los artistas y los amigos. Los filósofos desde la hondura de su pensamiento descubren la esencia de la amistad, su peso, causas y efectos. Así, por ejemplo, Aristóteles ha observado que «el amigo es el más valioso entre todos los bienes exteriores, puesto que sin amigos nadie puede vivir» (Ética nicomaquea, VIII). Desde otra perspectiva muy distinta los artistas también han sabido recoger muchos aspectos de intimidad y camaradería que se dan en una atmósfera de aparente naturalidad, como «esos buenos momentos que pasamos sin saber» (Enanitos Verdes). La misma Oda de la Alegría fue compuesta para celebrar a «quien logró el golpe de suerte de ser el amigo de un amigo». Frente a la visión teórica de los filósofos y a la emotiva de los artistas, está la perspectiva vivencial. ¿Quién puede decir mejor qué es la amistad sino el amigo? Quizá éste no sea muy agudo de cabeza, ni sepa expresar la amistad en canciones, pinturas o poemas, pero será él quien mejor la defina con sus abrazos y sus risas, con sus desvelos y sacrificios, y hasta con sus mismas quejas. Más vale tener un amigo, que saber qué es la amistad.

Dentro de los millones de “amigos” que hay en el mundo, hemos escogido uno con una vida absolutamente extraordinaria. Este es Juan Larrea Holguín. Al hilo de sus conmovedoras anécdotas, de la música y de la filosofía atravesaremos las tres etapas de la amistad: su nacimiento, su cultivo y la eternidad.

Abrirse a nuevos mundos

«Do you need anybody? I need somebody to love», cantaban los Beatles. Todos desean amar y ser amados. Fuimos creados para amar y nuestro espíritu está inquieto hasta saciar este apetito. La amistad no es un accésit, ni un artículo de consumo, ni menos un producto de lujo. Nadie puede vivir sin amigos, decía Aristóteles, pues representan una imperiosa necesidad de naturaleza. Quien tiene menos amigos es menos humano; el solitario o es un dios o una bestia. Por eso da tanta alegría encontrar un amigo. Quien lo encuentra, como dice el refrán, halla un tesoro: descubre un nuevo mundo de sorpresas, un pozo lleno de proyectos de vida, «un plan para que se hagan realidad los sueños que soñábamos antes de ayer» (La oreja de Van Gogh). En el amigo se cumple a la letra el «build my world of dreams around you, I’m so glad that I found you» (Jackson Five).

Lo primero en la amistad es el encuentro. En la calle aguardan multitudes «just waiting on a friend» (Rolling Stones). Todos quieren tener «un millón de amigos» (Roberto Carlos). Y, sin embargo, la gente a veces tiene pocos amigos porque no sale al encuentro. Se cierran, claudican como personas, ya sea por soberbia, ya por simpleza, ya por pusilanimidad. No nos referimos aquí al sentimiento de pequeñez que, según C.S. Lewis, se siente frente al amigo: un amigo siempre es grande en algún sentido. Nos referimos, más bien, a la pusilanimidad que cohíbe, que frena e impide proponer una conversación a un político importante, a una celebridad o a un empresario de caudales. Otras veces lo que imposibilita la amistad son las ínfulas de grandeza y la pedantería. El que de entrada mira hacia abajo a quienes le sirven, a las personas de menor prestigio, cultura o escala social, o a quienes cuentan menos años, en el acto levanta una barrera insalvable para la amistad. Por último están los simplones, aquellos a quienes simplemente no les interesa la vida de los demás: ya están cómodos, ya nada necesitan. Sólo para un condenado «el infierno son los demás» (Sartre).

Juan tenía muchos amigos porque mucho los buscaba. La gente que más le trató afirmaba que dos eran sus principales virtudes: su enorme preocupación por los demás y su extremada delicadeza en el trato. Juan fue todo: abanderado (por ser el mejor alumno en el colegio), Premio La Salle, Premio Nacional Eugenio Espejo, Premio Tobar… (los premios más significativos del Ecuador) escritor de más de cien libros, abogado ilustre, mejor jurista del país, doctor honoris causa varias veces… a media vida recibió las órdenes y fue obispo de importantes diócesis, etc. Pese a tanto título siempre supo tratar a pobres y ricos, a cultos e ignorantes, a jóvenes y viejos con la mayor sencillez, «con ambiente festivo, con buen humor, sin ningún empaque de solemnidad», según había aprendido de san Josemaría. Desde niño supo hacerse amigo de los amigos de sus padres, hacerle conversa a aquellos que coincidían con él en el barco o en el avión, interesarse por la vida de sus compañeros de profesión, pasarlo bien con sus estudiantes, con sus feligreses y con gente de toda edad y condición. Se interesaba por todos, conocidos y desconocidos. Sin presentación previa escribió a muchos políticos, obispos y empresarios para felicitarles por las obras desarrolladas en servicio de la sociedad. Lo hacía pensando que «cuando uno hace algo mal, todos le caen; pero cuando se hacen obras buenas y hasta heroicas, nadie dice nada». Con tal convencimiento les escribía para animarles y afianzarles en sus decisiones. De esas cartas nacieron muchas valiosas amistades.

Quien desconfía no se acerca, ni llega nunca a encontrar un amigo. ¡Cuántos por ahí no suplican «to have a little faith in me» (Joe Cocker)! Juan confiaba en la gente y la gente se hallaba a gusto a su lado. Se sentían tan a sus anchas que con frecuencia le discutían cualquier asunto jurídico, sin arredrarse ante su prestigio intelectual. Muchos estudiantes y abogados objetaron su parecer en la clase o en el foro nacional, sosteniendo incluso tesis contrarias a la moral. Nada de esto fue obstáculo para que terminaran siendo buenos amigos. Tanto llegaron a estimarle, que un buen día los miembros del partido opuesto a sus convicciones le pidieron que les redactara sus propios estatutos. Juan sabía cosechar amistad hasta de los encuentros más hostiles.

Pero aún esto es decir poco. La preocupación de Juan por el prójimo le desbordaba. Un día iba en su pequeño Volkswagen por la sierra ecuatoriana y divisó dos indígenas que en el camino peleaban furiosamente, piedra en mano. Ya corría sangre por la cara de uno. Paró, se bajó y con prisa fue a separarlos. Al acercarse percibió que apestaban a alcohol. A pesar de su ebriedad, reconocieron la presencia del sacerdote y repusieron: «perdonarás, no más, padrecito, borrachos estamos». Juan dio fin, a las bravas, a esa pelea que pudo terminar en crimen. Otro día, en el mismo camino vio un grupo de campesinos apiñados en torno a algo o alguien. Intrigado paró el carro y averiguó que una indiecita acababa de dar a luz una niña ahí en el camino; iba apresurada al pueblo, caminando, y no alcanzó a llegar. Monseñor recogió a la madre y a la recién nacida, y las llevó a su humilde casita a dos o tres kilómetros del lugar. Ambas quedaron sumamente agradecidas. Para encontrar amigos muchas veces hay que frenar a raya el carro de la vida, bajarse un segundo e interesarse por los demás.

Viendo tan buenos ejemplos, a aquellos timoratos, simplones o soberbios que recelosos aún no se abren a los demás, cabría preguntarles «¿por qué no ser amigos, estar unidos, vivir sin miedo y en libertad?» (Hombres G). ¡Basta de ponernos barreras!

Escrito por: Juan Carlos Riofrío

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