Uno de los serios problemas de nuestra sociedad ha sido la
instauración del divorcio. Es decir, seamos serios: ¿Qué persona con dos dedos
de frente -y un amor profundo a su novio o novia- que esté pensando seriamente en casarse,
piensa también en cómo será su divorcio? ¿Acaso se puede gozar ante los preparativos de un divorcio, como fueron con los del matrimonio? Evidentemente no. El divorcio es una enfermedad
en el matrimonio. Tanto así, que me viene a la memoria una anécdota que mis
compañeros de Derecho del colegio, de seguro recordarán: el profesor estaba
explicando el funcionamiento de la sociedad conyugal y de los efectos que se
generan con la separación de bienes (capitulaciones). Entonces un compañero -con
patente visión futurista- inició una serie de preguntas sobre cómo podía
proteger mejor su cuantioso patrimonio: ¿Y las acciones que tengo en una
empresa pueden no entrar a la sociedad conyugal? ¿Y mis terrenos? ¿Y si tengo
carros? ¿Si tengo una casa en Miami también entraría a pesar de que sea otro
país? ¿Puedo poner mi casa de la playa también en las capitulaciones? Fueron
tantas las preguntas que fue cuestión de minutos para que otro compañero grite:
"Broder, sólo cásate bien y no molestes". Sabio consejo para haber
sido tan sólo un chico de 18 años.
A lo largo del siglo XX –la época de la postmodernidad- se han
realizado reformas a la legislación de los distintos países, reformas a escala
mundial, en las que se faculta a las personas a romper con el vínculo
matrimonial. Este problema es tan actual que, por ejemplo, Chile recién
legalizó el divorcio el año 2004 y aún existen unos pocos países en donde aún
no ha sido legalizado. El divorcio, que se lo ha luchado como un “derecho” de
las personas no ha sido otra cosa que en una silenciosa destrucción de la
sociedad, y creo firmemente que su desarrollo se ha derivado directamente de la
cultura posmoderna. A continuación se expondrán las razones que vinculan al
divorcio y la cultura postmoderna.
Entre las diversas características de la cultura postmoderna
encontramos primeramente al “Reduccionismo intelectual”. Esto implica que sólo
es racionalmente válido lo que se puede experimentar y calcular; por ende, se
desprestigia a la Metafísica, a la Filosofía y a la Antropología. Estas
ciencias, son las que se preguntan por las verdades últimas del hombre, del ser
y del mundo. Si es que estas ciencias no tienen validez, resulta nulo todo
aporte que ellas pretendan dar sobre la dignidad
de la persona humana, sobre la naturaleza
o la esencia del hombre, o sobre
la inmutabilidad de las instituciones
naturales. Una segunda característica de la cultura postmoderna es “El
predominio de la razón técnica e instrumental”. Esto implica que el hombre adquiere
un modo de pensar práctico, dirigido a la acción y no al conocimiento teórico.
Se da un mayor énfasis en el cómo; y
el por qué o el para qué se dan por supuestos o quedan relegados al segundo plano.
En consecuencia, se cae en una especie de relativismo sobre ciertos temas que
de por sí no lo son, como en el caso del matrimonio. Se olvidan de que,
este, por ser una manifestación del
actuar humano, también tiene unos límites
intrínsecos que se derivan de la naturaleza
del hombre. Lastimosamente al dejar del lado estas consideraciones de
enorme trascendencia, el matrimonio cae en un relativismo donde el legislador
con su técnica especializada, queda a
su arbitrio para decidir qué considera como un “matrimonio” y cómo, este, se lo
puede disolver al simple capricho de lo que él disponga en el ordenamiento
jurídico.
Otra característica de la posmodernidad es “El carácter
lingüístico de la comprensión”. Como consecuencia de la crisis en la metafísica
– de hecho esto ocurre en todas aquellas ciencias de un elevado nivel de
abstracción, como la Gnoseología- y como consecuencia del desarrollo de las
ciencias sectoriales, se ha reconducido a dar credibilidad a lo que determinada
ciencia diga. Resultado: un reduccionismo. Las ideas de carácter más personal,
se escapan del ámbito in stricto sensu científico
y por ende se ven determinadas por contexto lingüístico; ergo, se relativizan.
En este sentido las más íntimas convicciones, la moral, -y dentro de esta, la
concepción del matrimonio- tienen únicamente aplicabilidad en el ámbito
privado. Es decir, que si tú consideras que el divorcio está mal, pues no te
divorcies. Pero tampoco pretendas imponer esa creencia a los demás, porque es
relativa. La postmodernidad, ha traído aspectos positivos como la
especialización de las ciencias y en consecuencia su gran desarrollo. Lo triste
es que, parece ser, que han olvidado como armonizar todos estos conocimientos.
De esa manera, dejan al matrimonio como una simple institución social, relativa
y cambiante.
El resultado de esta crisis postmoderna tiene cuatro grandes
connotaciones que a su vez, se ven reflejadas en el divorcio: crisis de la
sabiduría, reduccionismo antropológico, relativismo y pérdida de la prudencia.
De la primera ya se habló ut supra, pues
sin sabiduría el hombre está privado de los puntos de referencia para
orientarse e identificar el rumbo de su existencia. Por ende se cae en un
relativismo en el que no hay un bien o mal objetivo. Si es que no hay un bien y
mal objetivo, el divorcio queda como una institución al arbitrio de las
personas y su regulación se desprende del gobernante de turno que puede imponer
sus creencias a través del poder. Simultáneamente se desconoce que existan unas
“reacciones antropológicas” como fruto de una ruptura matrimonial. Parecería
entonces que el divorcio no constriñera y afectara a lo más profundo de la persona, sino que es algo que se puede
unir y cambiar como una prenda de vestir. Vendría a ser algo simplemente
accesorio. En consecuencia, se ha degenerado con una progresiva frecuencia en
una pérdida de la Prudencia. En general, parecería que el matrimonio ya no es
una cuestión que requiera de mucha preparación. “Nos casamos mientras estemos
felices y si no funciona nos divorciamos”, esa parecería ser la postura de
mucha gente en la actualidad y gracias a esto, los más afectados han sido los
niños. Se ha perdido la prudencia al elegir a la persona con la que uno se va a
casar. Pareciera que lo que se tiene en consideración es: “me gusta” o “estamos
felices”. Se han dejado de plantear “¿a esa persona la veo como la futura madre
de mis hijos?”, o “¿Seremos capaces de formar una familia juntos?”.
Derivado de todo esto, además de un egoísmo latente, incluso
se ha perdido el valor de la vida. Son pocos los padres que ven en los hijos,
su fuente de alegría. Más bien estos, parecen ser una carga. Ya lo dijo un
sabio “Merece también nuestra atención el
hecho de que en los países del llamado Tercer Mundo a las familias les faltan
muchas veces bien sea los medios fundamentales para la supervivencia como son
el alimento, el trabajo, la vivienda, las medicinas, bien sea las libertades
más elementales. En cambio, en los países más ricos, el excesivo bienestar y la
mentalidad consumista, paradójicamente unida a una cierta angustia e
incertidumbre ante el futuro, quitan a los esposos la generosidad y la valentía
para suscitar nuevas vidas humanas; y así la vida en muchas ocasiones no se ve
ya como una bendición, sino como un peligro del que hay que defenderse.”[1]
Tanto se ve así, como un problema, que incluso un divorcio puede ser más rápido
si es que no existen “problemas que resolver”: los hijos.
Cuando
veo a la sociedad actual, me siento bastante impresionado. Somos una sociedad
que proclama libertad pero que se queda callada ante los problemas; y sigue
cual mansa ovejita a los postulados que dicten otros. ¿Dónde quedaron los
revolucionarios del 68 que buscaban impedir el aplastamiento de ideales ajenos?
¿Dónde quedó mi derecho a reivindicar lo bueno, justo y verdadero? En los
últimos años han existido cientos de abusos y de atropellos a los derechos de
determinados grupos. Por ejemplo, so capa del “Estado Laico” han quitado a los
padres su derecho de educar a sus hijos en la religión (v. gr. en las escuelas
públicas), a manifestar la fe públicamente, se han retirado imágenes religiosas
de hospitales, entre otras cosas. Creo que la única solución posible es ahogar
el mal en abundancia de bien. Exactamente lo mismo sucede con el divorcio. Creo
que es necesaria toda una campaña para reivindicar la verdadera dignidad del
matrimonio y la aberración y perjuicio que causa el divorcio en nuestra
sociedad. Por ejemplo, existe un reconocimiento de facto para la unión de hecho, pero ¿por qué ya no existe un
reconocimiento de facto de igual manera para la separación de hecho?
Es decir, a veces verdaderamente la convivencia se puede tornar insostenible y
es necesario que los cónyuges se separen temporalmente. ¿Qué sucede con
aquellos que prefieren vivir momentáneamente separados para así poder arreglar
sus asuntos? Se ven obligados a tomar una opción que repugna a la conciencia de
muchos: el divorcio. Se debería reivindicar aquella medida legislativa tan
prudente como la separación judicialmente autorizada, que no terminaba la
sociedad conyugal pero ayudaba a que temporalmente los esposos se dieran un
espacio -a veces necesario para reconstruir un matrimonio- pero sin descuidar
temas patrimoniales ni el régimen de los hijos. Después de todo, los más
afectados siempre son los niños.
Un buen amigo me hizo pensar mucho cuando una vez me contó que los gobiernos
suelen dar derechos que en verdad son "desechos". Se refería a la
postura legislativa de "vamos a darles este 'derecho' a este grupo para
que no moleste más". Sin preocuparse -de verdad- si aquello que piden es lo
más conveniente para ellos. Bastaría recordar el significado etimológico de política
(polis: ciudad - ethos: camino, guía) para recordar que son los políticos los
encargados de velar por el mejor camino, la mejor solución, para sus
conciudadanos y no lo más fácil.