Se inicia el
siglo XX. Es 1902 y Pavlov escribe su tesis sobre los reflejos condicionados. 1904:
Bracque pinta el primer cuadro cubista y al año siguiente Albert Einstein da a
conocer la teoría de la Relatividad.
1906: Schönberg comienza a escribir los Gurrelieder. Tres años después se desarrolla la teoría cuántica
que derrumba el concepto de movimiento. Pareciera que la razón del hombre no
tuviera límites. El hombre ha conquistado el mundo, lo puede todo. Y cuando
menos se lo esperaba: Primera Guerra Mundial y Segunda Guerra Mundial. La
primera con un saldo de 30 millones de muertos, la segunda con 60 millones.
Después, Crisis nuclear de mísiles. El mundo está al borde de la
autodestrucción. El hombre ha perdido todas sus esperanzas, en los siglos
pasados había dejado la fe de lado y ahora la propia razón del hombre casi le
lleva a su auto exterminio. ¿Y ahora qué?
Se
inicia la Postmodernidad y el hombre que caminaba erguido sobre la
cuerda floja, de repente se ha visto desprendido del balancín de la razón. Deja
de estar parado sobre tierra y sus pies se hunden en el pantano. Nos hallamos
en medio de un periodo donde parece que los valores quedan al arbitrio de uno,
donde reina el sin sentido y la libertad no parece tener una finalidad última.
Esto es la náusea, el hombre es una pasión inútil. No hay cultura, no hay
identidad, no hay nada. Y en medio de esto, se relativiza todo… El cuerpo ya no
tiene un sentido y se lo puede usar al capricho de uno. Y en este contexto,
parece ser que tiene una lógica los tatuajes. Si el cuerpo no tiene un valor en
sí mismo, yo lo puedo usar como quiera. Cuando he conversado con personas,
sobre por qué se hicieron un tatuaje muchos me han respondido: rebeldía,
identidad, moda. Y es que al quitar los valores “absolutos” el hombre parece
que se ha quedado sin una verdadera libertad. El actuar se vuelve algo
cotidiano, y las decisiones no parece que tengan un sentido. Sin embargo,
cuando me tatúo tomo una decisión importante, elijo algo que quedará
marcado en mi piel para toda la vida. Creo que por su esencia, el hombre
tiene un natural impulso a tomar decisiones importantes. Pero al caer en este nihilismo
las decisiones importantes tristemente se ven reducidas a expresar en su
cuerpo, a buscar mediante un signo distintivo de moda, una identidad,
algo que sea propio e íntimo. En el fondo, creo que nadie puede ser feliz
verdaderamente si no conocer quién es. El tatuaje, entonces, se ha
convertido en una salida a esa falta de sentido, una manifestación un chapoteo
en las borrascosas olas de la vida para volver a flote y tener una identidad;
es decir, ser alguien.
Ante este panorama desolador, del Postmodernismo
también surgen grandes personas que nos dan una nueva perspectiva,
redescubriendo los grandes valores humanos y que gritan a la humanidad “no os
desesperéis, sí tiene un sentido la vida”. Ya lo dijo Gabriel Marcel: amar a
alguien es decirle: tú no morirás jamás. Entonces el hombre es
trascendente, y la misma vida no termina con la vida sino que va más allá. El
hombre aún tiene deseos de grandeza, de superación, aún esperamos la redención.
Y es también en este panorama donde los tatuajes tienen un sentido. Ya lo dijo
una grande: “el tatuaje es vida”. Cada tatuaje tiene su historia, y cada
signo tiene su significado. La vida del hombre es un continuo recomenzar y
recomenzar. Un tatuaje representa ideales y memorias; como ver un árbol con
raíces profundas y recordar que el amor de unos abuelos es el tronco robusto
que sostiene a las ramas con enormes frutos, o ver a aves surcar el cielo y
recordar el valor de la verdadera libertad: llegar alto. Los tatuajes son vida,
incluso pueden ser la puerta a la misma Vida, la huella de la fidelidad. Jamás
olvidaré el estrujo en mi corazón, cuando aprendí que los cristianos egipcios
se tatúan una cruz, para no apostatar si es que extremistas musulmanes llegasen
a querer hacerles renegar de su fe. Los tatuajes también pueden ser una muestra
muy grande de amor. Así que, si uno se pregunta qué relación existe entre el
tatuaje y la Postmodernidad primero deberá preguntarse cuán grande es el
corazón del postmoderno en cuestión.